-¡Tranquila, tranquila! –la instó Jan alzando sus palmas extendidas-. Perdona, no quería asustarte.
Keyra lo observó unos instantes con rostro inescrutable y regresó a la tarea que tan bruscamente había interrumpido.
-Creo que eres tú quien se ha asustado –comentó sin girarse.
-Sí –reconoció él sonriendo abiertamente-. No me esperaba que reaccionaras así.
Acostumbrado a los largos silencios que solían producirse cada vez que hablaba con ella, Jan se acomodó sobre una gran piedra mientras la chica lavaba la ropa en el arroyo.
-Keyra –contestó, pronunciando con cuidado su nombre -, sabes que tan solo quiero ayudarte.
El rostro de la joven, tiznado de negro y con salpicaduras de barro, mostraba una expresión indescifrable. Tan solo sus ojos delataban cierta reacción a las palabras de Jan.
-¿Por qué? –preguntó al fin.
-¿Y por qué no? Estamos en una situación parecida. Si no nos ayudamos entre nosotros, ¿quién lo va a hacer?
-No vas a conseguir nada de mí –le espetó ella.
-No me importa.
-Nadie da nada si no espera recibir algo a cambio.
-Quizás tengas razón –cedió él-. Sí que me gustaría conseguir algo de ti.
Los ojos de Keyra se nublaron con la desconfianza.
-¿Qué? –preguntó con un gruñido.
Jan clavó en ella una mirada intensa.
-Que me llames por mi nombre y que sonrías.